La rabia humana

La rabia humana

Aquel día festivo, hace casi cuarenta y cinco años, murió una joven mujer, presa de encefalitis rábica. La habían internado a empellones tres días antes en un galpón del hospital rural que yo cubría en esa guardia de mi servicio social. La escena no se me ha borrado de la memoria. Tomada de los brazos, parecía una bestia sin control (rabiosa era el adjetivo justo) que intentaba morder a sus custodios a ambos lados para que la soltaran. La ataron a un camastro de metal y la cubrieron a medias con sábanas limpias, alejada de propios y extraños, encerrada a cal y canto.

La mañana en cuestión, llegué a la clínica apenas despuntando el alba y, tras pasar visita a los pocos enfermos que seguían hospitalizados, me enteré de su muerte durante la madrugada. En los días previos, la recordaba aullando en su agonía, ante mi impotencia como médico recién graduado y consciente de que el desenlace era sólo uno.

El cuerpo exánime yacía entre cobijas revueltas y saturadas de baba. Lo trasladé con ayuda del conserje hacia el almacén que serviría de anfiteatro improvisado al fondo del jardín, tratando de descifrar en la inexpresividad de sus ojos qué quedaba de aquella rabia. Por encima de mis temores e inexperiencia, me enfundé unos guantes y extraje su cerebro mediante esa necropsia más intuitiva que obligada. Eran otros tiempos, lo admito, y mi pasión por investigar se impuso a la prudencia. Afuera marchaban los grupos de escolares para celebrar la fiesta de la Revolución y el velador (único ayudante disponible a esas tempranas horas) me asistía con una mezcla de morbo y espanto.

Recogí el cerebro disecado (luego de cerrar la tapa del cráneo y suturar como pude las sienes del cadáver) y monté en mi pequeño VW para cruzar unos treinta kilómetros de retenes militares por carreteras vecinales. Atravesábamos épocas de guerrilla y, no obstante mi aspecto ingenuo y mi bata blanca, traía una carga inexplicable en el asiento trasero de mi coche. Por fortuna, mis tragos de saliva y afectación al mostrar mis documentos no me delataron.

En el centro antirrábico del Estado me recibió una joven veterinaria que, como yo, hacía la guardia en ese aniversario de asueto. Cuando extraje el cerebro de la bolsa de plástico, expresó al garete:

​•​Caramba, ¡qué cerebro tan grande!¿De qué raza era el perro?

​•​Es un cerebro humano – repliqué con serenidad -. Hice la autopsia de una paciente que falleció esta mañana.

​•​¡Pues yo no toco eso! – exclamó en medio de un ataque de pánico.

Así que, puestos a concluir la investigación, me trastoqué súbitamente en patólogo y, siguiendo sus instrucciones, disequé el cerebro y monté las laminillas para estudiarlo. El examen microscópico reveló los distintivos cuerpos de Negri, inclusiones citoplásmicas típicas de la rabia.

Llamé para notificar del hallazgo y avisar a las autoridades locales y centrales. Además, emití un boletín junto con la veterinaria que para entonces estaba a punto de invitarme a cenar por gratitud. No he vuelto a ver un caso de hidrofobia desde entonces y la rabia humana pasó a ser una categoría metapsicológica.

La ira, el enojo, la cólera. Los diccionarios la definen como “una intensa pasión o sentimiento de disgusto, resuelto en antagonismo y nutrido de sensación de agravio o de insulto”. En los textos aristotélicos se menciona el οργή, una expresión emocional destructiva,  que intenta deshacerse de lo nocivo. Por eso, a la ira “la acompaña cierto goce, porque se pasa el tiempo vengándose con el pensamiento, y la imaginación que acude entonces causa placer, como la de los sueños (Retórica, página 96)”. Entendida así, la rabia disipa el temor y reafirma al sujeto para apartarlo de las injurias que amenazan su integridad afectiva. Es un sentimiento de aversión que protege la vulnerabilidad de nuestro psiquismo.

Somos sujetos del lenguaje. Mediante la palabra nos hacemos presentes en el mundo de los semejantes. Imploramos, negamos, elegimos, rechazamos. Sólo como sujetos hablantes desciframos significados y, desde pequeños, planteamos nuestras demandas perentorias con el llanto, que después, fruto de la experiencia y el fracaso, exige ser verbalizado. Así, la convención del diálogo transforma la perentoriedad de nuestros actos en súplicas o imposiciones, según el caso. Se puede decir que modula la violencia del impulso y lo vierte en fonemas que buscan la respuesta en el otro. El tono de voz, el ritmo y la elocuencia del discurso, derivan de esa interacción que interpela, que rasga el horizonte de lo ajeno para devolver lo propio.

Nuestro impulso natural es descargar las emociones, que se modula mediante el trabajo psíquico de representar y ligar aquellas representaciones que excitan nuestra experiencia con afectos, atenuando la dinámica de acción-reacción. En la medida en que privilegiamos la significación de las vivencias, le damos relevancia a la cualidad y modo de enlace de estas representaciones para regular nuestras descargas afectivas: Reprimimos nuestros berrinches, pedimos las cosas por favor, sonreímos para obtener una gratificación, etc. La fuerza del entorno cultural, validada en lo edípico y lo superyoico, hace su injerencia en nuestros deseos. Nada será igual en adelante, incluso el coraje tenderá a verificarse.

Por eso, todo malestar mental implica una enajenación del sujeto, un modo de extrañarse o sustraerse de la realidad, que se advierte como inaceptable. Cuando abandonamos de bebés la satisfacción plena, al servicio del placer puro, cedimos la confiabilidad a lo que percibimos y cotejamos en atención al otro.  Aprendimos a explorar periódicamente las similitudes y disonancias externas, instituyendo a la memoria como sistema de registro y confirmación. Nuestros impulsos, otrora dirigidos a nuestro cuerpo como investidura de afectos autoeróticos, se subordinaron a modificar la realidad con arreglo a fines específicos, lo que equivale a mudarnos en acciones: llorar para obtener la leche nutricia, iluminar el rostro para reclamar la mirada de mamá, retorcernos con un cólico para rogar su atención, y así sucesivamente.

Conforme maduramos, discernimos que el ejercicio de pensar pone en suspenso nuestras acciones, y que la reflexión pensante denota propiedades que permiten soportar la tensión del estímulo que quiere descargarse. Un ejemplo: “me puede gustar mucho un chico de la escuela, pero me detengo a seducirlo con palabras o insinuaciones, que iré graduando en proporción a su respuesta empática. Si me lanzo de golpe, seguro lo asusto y lo pierdo”.

Cabe preguntarnos: ¿Qué es de la rabia que surge como respuesta a la agresión? La agresión deliberada castra, desintegra, contiene todo el bagaje de la pulsión de muerte. La rabia puede ser una réplica a la motivación frustrada, sea que se ponga en entredicho la seguridad personal o alguna otra necesidad básica. La respuesta adopta así la forma de rechazo, defensa o agresión conmensurable. Nos impacta cual emergencia de un impulso endógeno que se configura como disociación o tensión displacentera. En ese sentido, todo instinto es una pieza dislocada de actividad que intenta ser expulsada hacia la alteridad. Incluso, la abstención y el silencio pueden suscribirse como expresiones de cólera.

Lo habitual, no obstante, es que la rabia desborde. Atrapa al sujeto por los hombros y lo sacude, lo secuestra, lo toma por sorpresa y le arrebata la razón y la mesura. Nubla con su vendaval oscuro toda perspectiva, inunda el afecto y subvierte las palabras en injurias o reproches. La ira tensa los músculos, crispa los puños, irrumpe en el cuerpo. De modo que otorga una fuerza inusitada a quien la padece, una rudeza que suplanta la fragilidad que le sirve de manantial. De ahí la fatiga que sigue a un ataque de cólera: los neurotransmisores exigen mucho de los tejidos, disparan a la vez tantas hormonas y catecolaminas, que se requiere un periodo de latencia para volver a la carga. Lo no hablado irrita, enciende, penetra los órganos y los inflama hasta saturarlos. Su descarga se torna imperiosa: la agresión domina y predomina. ¡Imaginen cuántos procesos psicosomáticos pueden resignificarse bajo este enfoque!

Aprovecho esta disertación para invocar la calma (aunque nos enfurezca el derrotero al que nos pretenden conducir nuestros políticos) y la civilidad en estos dos meses que restan para mutar de un sexenio cargado de diatribas y diferencias que han atravesado familias y comunidades por igual.

Es probable, porque los momios así lo anticipan, que la candidata oficialista obtendrá una victoria aplastante. De ser así, la oposición tendrá que recomponerse y pensar más en el pueblo que en sus seguidores. Para quienes dedicaron su saliva y redes sociales a atacar a un gobierno errático pero al fin y al cabo elegido por mayoría, esta derrota sucesiva los debe hacer recapacitar en cómo ayudar a construir un país mejor y no un territorio marginado.

Como asentara Sigmund Freud hace un siglo, yo me adhiero a la premisa de que el odio precede al amor en la conformación del sujeto. La consecuencia de tal inquina originaria hace que los seres humanos tendamos por naturaleza a acentuar las diferencias y rechazar lo ajeno a expensas de raza, ideología, credo o clase social.
En efecto, para tolerar a los otros como extraños con los mismos derechos en la convivencia social, se requiere un grado de autoestima y sofisticación intelectual que no se da en los árboles. Huelga decir que el resentimiento social y la discriminación de clase son polos opuestos de una misma tendencia que identifica y envenena a la vez.
En ese tenor, conmino a mis lectores a conservar la mesura y respetar el consenso de la mayoría, para ofrecernos mutuamente una patria más armónica, donde quepan todos, a derecha e izquierda, de arriba a abajo, sin exclusiones ni rencores. Es un deseo ingenuo, lo reconozco, pero confío en que prevalecerá la cordura y así, quienes aprendieron a odiar y lo siguen ejerciendo, serán siempre los eslabones rotos de la cadena humanista.

Desde Aquiles, que desató su cólera contra Agamenón por deshonrarlo, como muestra la pintura de Giovanni Battista Tiepolo (1757), los seres humanos nos hemos preguntado qué pasiones arrebatan nuestro corazón más allá de lo puramente instintivo. Nada como el amor, dirían los filósofos, porque se aprende después de que el odio ha poblado de sobra el inconsciente.

PD. Pero el coraje también es una fuerza edificante, como decía Emil Cioran: “Sin embargo, tú sigue tu camino y, como sol escéptico, ilumínalo con los rayos de tu cólera pensadora”.

Ítaca o el abismo

Ítaca o el abismo

Hace unas horas, ante los ojos atribulados de una jovencita con lupus, recordé esa contingencia de salir al mundo. Usé la metáfora de zarpar para explicarle que uno ignora el destino al soltar amarras. Que anticipamos vicisitudes y desvíos, que perdemos el candor y la templanza, pero lo que vale siempre y nos sostiene es la propia travesía.

El arranque de la vida profesional es un océano cubierto de niebla y sembrado de sargazos. Cuando mis colegas afirmaban con certeza qué iban a hacer de sus vidas, yo intuía que atrás de esa soberbia se ocultaba un impulso emulador o simplemente negación, como un oportuno mecanismo de defensa.

En mi caso, como el de esta frágil paciente, miraba a diestra y siniestra con recóndito temor de fracasar. Las voces de aliento servían tan sólo como palmadas huecas en la espalda. Sentía que, en el fondo, nadie podría compartir mi trance.

Hijo de psiquiatra, la sombra de mi padre se erguía amenazante sobre la senda. Algún maestro me ofreció orientarme por el sufrimiento emocional y lanzarme al estrellato. No le creí. Entonces no tenía escucha para las promesas. Otro me sirvió en bandeja la tarea magisterial, labrada en alabanzas y progenie académica. Pero no me sedujo, los enfermos y su dolor le dieron repetidamente sentido a mi vocación. Quizá fueron otros ecos, atávicos como el de John Berger, William Osler o Samuel Shem, los que delinearon mi paso, alejándome de mi padre y sus espectros.

Pero resulta insustancial: uno siempre se tropieza con Layo en la vereda. Así que escogí una figura célebre que lo remedaba en mi inconsciente. Aprendí la maravilla de desentrañar mensajes moleculares, que entonces sólo intuíamos al estimular artificios de células en fárrago. Al mismo tiempo, impuse la delicadeza a mi tacto, para recorrer la anatomía deforme de mis pacientes sin lastimarlos. La máxima de “primero no hacer daño” se hizo carne.

Con más recursos pero sin dinero, crucé el océano a fin de labrarme un futuro, intuyendo que esa presea – la que otorgan “allá en el rancho grande” – me daría la talla necesaria para mirar de frente a mis pares y maestros.

Ahí conocí la indiferencia y la mesura, obtuve compañeros que nunca serían amigos y probé la soledad en la intemperie y al calor del trabajo experimental, que exigía constancia como deuda perenne, antes que laudos o promesas.

Pese a mis escuetas incursiones sobre el diván, hasta entonces pude delinear mi pesquisa por una quimera, en brazos de una mujer exquisita que apenas emergía del nido. Su talle en una noche desdibujada por el alcohol y la risa, lejos de las miradas de nuestros colegas, su tenue suspiro ante mis caricias y una fugaz revelación que me mostró la sima de toda renuncia, del placer proscrito.

A la sazón no supe amalgamar los privilegios que se me ofrecieron; pudo más la rivalidad edípica que el narcisismo. Dejé suspensas oportunidades y me arrojé de bruces ante empresas que resultaron turbias por su demanda afectiva y en turno insustanciales. No obstante, el viejo mundo me volvió a dotar de una cultura y una perspectiva que dimensionaron mis alas e hicieron del abismo un mito hegeliano.

Tal como afirmara el poeta “amé y fui amado” pero en mi caso la cara se iluminó y también arrastró sus sombras. Aún hoy estoy cierto de que el momento más vital de un ser humano es bajo el deleite del orgasmo femenino. No hay entrega más perfecta en la naturaleza, anticipe o no la concepción. En reciprocidad, uno se legitima como hombre y puede recobrar la identidad – en tantas batallas cuestionada – durante aquella fugaz epifanía. Tan evanescente es nuestra incursión en lo que podríamos sospechar de eternidad.

El resto de nuestra existencia consiste en aventurarnos al exterior de la cueva para perseguir fantasmas o presas de sustento. Y en ese proceso nos mantenemos desatinadamente ciegos y en estado de alerta, mientras nuestras compañeras calientan el hogar y cultivan la progenie.

Decidí volver por razones encontradas: de un lado la necesidad de probarme y devolver tierra firme a los míos, y por otro, consciente de que mis alcances en otros pagos eran más ilusorios que asequibles.

Cuando uno habla de gratitud a sus mentores, se refiere a eso: una tenue franja entre el horizonte imaginario y la conquista de las propias aptitudes, el regocijo de alcanzar la playa en la tormenta, saberse por fin útil y escuchado.

Al despedir a mi atemorizada paciente, echo un vistazo a mis libros, a mi estetoscopio colgado sin esmero, a los objetos de arte que me veneran con cierta sorna y a la enorme piñanona que me abraza y me contiene.

Llegado hasta aquí, me congratulo. El camino me eligió a mí; Ítaca es una ilusión que nunca cesa.

PS. A la luz de la masacre que se vive en la Franja de Gaza desde hace más de 5 meses y que ha cercenado la vida de 13 mil niños, he leído el inspirador libro de Yossi Klein Halevi “Letters to my palestinian neighbor” (Harper Perennial, NY 2018) intentando comprender el conflicto histórico que subyace al territorio palestino e israelí. Ésta y otras lecturas afines nos deben mover a condenar esa invasión y pugnar por el retorno a la difícil convivencia entre dos pueblos hermanos, zanjados por un odio incomprensible.

Disyuntivas

Disyuntivas

Me asignaron un buen abogado de oficio, pero los momios pesan en mi contra. Aún así, me declaré no culpable con voz firme y entera convicción. Era una mañana fría y la sala estaba casi desierta, salvo por algunos familiares (que sentía respirar hondo a mis espaldas) y el fiscalista que insistía en la pena máxima, a sabiendas de que mi crimen no lo ameritaba. El juez me miró impasible, dio un martillazo que resonó en toda mi deshonra, fijó una fianza exorbitante y la fecha del juicio en dos semanas más. 

De vuelta a mi celda, que comparto con Jimmy el defraudador, hice un recuento de los hechos, ante todo para refrescar la memoria. Trataba no obstante de darle coherencia a mi relato de cara a las acusaciones que me implicaban en la muerte de Maureen. Me senté en el camastro a reescribir mis notas, mientras mi compañero silbaba tonada tras tonada de viejas películas, haciendo caso omiso del transcurrir del tiempo. Sin duda, yo tengo más apremio.

La llamada, a la mitad de la madrugada, nos despertó. Mi mujer refunfuñó en su modorra y con el teléfono en mano, sin hacer más ruido, me encaminé a la cocina para discernir la urgencia. La paciente, a quien conocía ya por una leucemia mielocítica relativamente estable, ingresaba con fiebre, mal estado general y una radiografía de pulmones con sospecha de neumonía de focos múltiples. No era la primera vez que como hematólogo de un centro de referencia me veía implicado en la evolución tórpida de mis enfermos, pero con Maureen me unía esa amistad arropada de literatura y la música de Beethoven, cuyas diversas versiones intercambiábamos con frecuencia. Yo atesoraba sus regalos: primeras ediciones de libros de medicina escritos en Francia o Escandinavia, partituras que había entresacado de bodegones perdidos, hasta un arco para mi violín que le heredó su abuelo. A cambio, me atrevo a alardear, yo la mantenía viva y disfrutando una existencia grata y bastante asintomática entre los suyos. Su compañero de un entrañable matrimonio es un viejo empresario retirado, al servicio de su comunidad, donde dirige un equipo infantil de beisbol y participa en las jornadas para alimentar a quienes están en situación de calle. En suma, es un buen hombre, dedicado en cuerpo y alma al cuidado de su mujer, quien tras cinco lustros de fumar Pall Mall, acarreaba también su tanque de oxígeno a mis consultas. 

Me vestí en pocos minutos y salí hacia el hospital, evitando los semáforos con cierta imprudencia pero consciente de que a esas horas la ciudad dormía. Gustav, su esposo de origen noruego, me recibió aún en pijama cubierto con un abrigo. A todas luces habían salido de casa precipitadamente después de llamarme. Su aspecto era de alarma y desesperación.

• No puede respirar. doctor. ¡Ayúdenos por favor!

Lo tomé con serenidad de ambos brazos y traté de calmarlo, pero el hombre parecía desconsolado y escuchaba sólo el rumor ingente de su pánico. Asumiendo lo peor, le conminé a telefonear a sus hijas – que habitan en diferentes estados – en cuanto amaneciera. Entretanto, evaluaría la emergencia y consultaría con mis colegas de enfermedades infecciosas y cardioneumología para ofrecerle el mejor cuidado posible.

Al acercarme a su lecho, el aspecto de Maureen reflejaba con creces la inquietud de su marido. Respiraba con dificultad – cerca de cuarenta veces por minuto –  y aún así, el monitor mostraba una saturación de oxígeno alarmante. La taquicardia y la caída de presión arterial auguraban un mal pronóstico y no pasaría mucho tiempo antes de requerir intubación y eso que llamamos aminas vasoactivas (para subir la presión y ayudar a perfundir sus órganos). Ordené los exámenes de ingreso y me comuniqué a la Unidad de Terapia Intensiva; la paciente no podía esperar, su deterioro avanzaba por minutos. Mi colega, el Dr. Henry Bald, acudió a mi lado y, tras una breve discusión, acordamos un esquema de antibióticos convencional y dosis suficientes para cubrir el oportunismo de hongos. Sus condiciones y su radiografía no dejaban lugar para titubeos.

Las siguientes horas fueron desgarradoras. Hablé con toda sinceridad con Gustav y le planteé los escenarios más graves, pero insistió con gesto suplicante que no la dejara morir, que hiciéramos todo lo necesario para salvar a su amada esposa. Las hijas, todas ellas casadas, fueron arribando al hospital en el curso de las siguientes veinticuatro horas. Para entonces, el panorama se había complicado aún más.

Maureen sufría de lo que denominamos una “transformación blástica”. Es decir, que su leucemia había virado a una forma aguda con pocas posibilidades de sobrevida. Mi siguiente reunión incluyó a la familia entera, donde sugerí que tendríamos que limitar el tratamiento de la enfermedad de base hasta no tener la certeza de que la infección estuviese controlada. Asimismo, que de este fino equilibrio entre su entereza fisiológica y la invasión de microorganismos y células en desbandada dependería su existencia.

Para quienes habitamos el universo del dolor y la muerte, las horas se dilatan y tienen un significado tácito. La energía y el conocimiento están invertidos en recuperar al paciente, entender su cuerpo cono una máquina en merma que lucha por subsistir y, desde luego, espantar a todos los fantasmas que se ciernen sobre su integridad avasallada. Cada visita al cubículo me traía recuerdos; revisaba con cuidado las notas de mis colegas, los resultados de exámenes periódicos, los parámetros de presión, pulso, ventilación y las repetidas placas radiográficas con las que despertaba nuestra curiosidad cada mañana. Le tarareaba extractos de los adagios de Brahms que alguna vez compartimos mientras la revisaba, y buscaba su connivencia para volver de ese limbo que la tenía secuestrada.

Además, había tenido que ajustar la quimioterapia a dosis mínimas y como indicio de gravedad, empezaba a notar datos de meningismo, o sea, que las células malignas parecían adueñarse también de su cerebro. Omití comentar estos datos a mis colegas el primer día que lo advertí (ella llevaba una semana hospitalizada), a fin de no despertar prematuramente la amenaza de más intervenciones en una mujer ostensiblemente frágil. Pero sus condiciones no mejoraban y nos reunimos en la sala de juntas del piso contiguo para homogeneizar la estrategia. Abraham y los colegas de medicina crítica argüían el concepto de futilidad; término que genera mucha ambivalencia en el gremio, pero que no se puede soslayar. Por mi parte, les pedí tiempo para sensibilizar a la familia y, en cierto modo, porque había prometido a Gustav agotar todos mis recursos. La culpa inconsciente me precedía, acaso por el peso inefable de otras derrotas; algo tan recurrente en mi especialidad y, no obstante, maldecido. ¿De qué otro modo podría ofrecer mi ayuda y mi experiencia a mis enfermos?

A la tercera semana de intervenciones de todo género y esfuerzos vacuos, Maureen parecía recuperarse por sí sola. Recobró la conciencia y la pudimos extubar confiando en que la neumonía estaba razonablemente controlada. Su oxigenación seguía siendo errática pero las cifras de glóbulos blancos habían descendido y una brisa de esperanza se colaba entre nosotros y su desgastada familia. Sin embargo, algo lamentable ensombrecía el horizonte: había pasado tantos días inmóvil que sus músculos y sus tejidos de sostén semejaban trapos húmedos, el exceso de líquidos (necesarios para administrar medicamentos y sustancias vasoconstrictoras) la tenían hinchada y marchita. Estaba plagada de moretones y heridas de venopunción. Peor aún, los sitios de presión mostraban escaras que corrían el riesgo de infectarse en cualquier momento.  En dos palabras, habíamos desmembrado su cuerpo al insistir en rescatarlo.

Mis colegas y yo empezamos a evitar los encuentros con la familia, pretextando otras ocupaciones, cuando lo cierto es que nos avergonzábamos de nuestros desatinos. Yo los atendía con religiosa puntualidad cada mañana, pero debo admitir que estaba sumido en un impasse ante la inminencia de una recaída. Lo siniestro no se hizo esperar. Cuando anticipábamos egresarla y todo sugería que podríamos brindarle una extensión acaso inútil a su vida, se desató un delirio inesperado y cayó en coma profundo. Los monitores y el laboratorio nos ocultaban algo, pensé, arrojado con todos mis pertrechos en una marejada de incertidumbre.

La confusión se trasladó a la familia, que no entendía este desenlace y me impelía a ofrecerles una explicación racional ante lo ominoso. Traté de hacerles ver que en ocasiones la leucemia invade las meninges, si bien no podíamos descartar una neuroinfección oportunista por criptococos, listeria o bacterias distintas a las que pretendíamos haber cubierto. La actitud de Gustav fue siempre de comprensión y tolerancia, pero dos de sus hijas (una de ellas abogada en Boston) se mostraron iracundas, vociferando a los cuatro vientos nuestra incompetencia. Reuní al grupo médico y traté con ellos de calmar su desasosiego, pero las interrogantes que se filtraron en nuestra evaluación conjunta les dieron pie para acusarnos de negligencia.

Treinta y seis horas después, Maureen fallecía plácidamente – si puedo decirlo así. Con el consentimiento de su esposo, retiré personalmente cada uno de los apoyos como si me desgarrara pieza a pieza: la alimentación parenteral, la presión positiva del ventilador, la norepinefrina y dexmedetomidina, los antibióticos, y poco a poco, mientras sus familiares se despedían en torno a su lecho de muerte, el nivel de oxígeno y las soluciones. En medio de ese ritual, su hija me observaba con un rencor inédito y yo evitaba su mirada acusadora.

Poco después vino la demanda, mis colegas se desentendieron y acabé aquí, donde la noche y el día se confunden. El único consuelo es que Gustav vino a verme ayer, me trajo un libro de Jo Nesbo – curiosa ironía – y unos chocolates belgas para “quitar lo amargo de mi sentencia”. Sé que soy inocente, pero el yerro me quita el sueño y, ante los ojos del mundo, me siento culpable y no dudo que lo muestro.

En nuestra profesión, no anticipar y sopesar las consecuencias de cada acto, por inocuo que parezca, tiene repercusiones. Entre las barras de este calabozo preventivo, alcanzo a ver un prado y un granjero que atraviesa mi campo visual con su tractor oxidado. Es una reminiscencia de que la vida puede ser simple o profundamente azarosa.

El conjuro de Circe

El conjuro de Circe

Un hombre solo, una mujer / así tomados de uno en uno / son como polvo, no son nada… (José Agustín Goytisolo: Palabras para Julia, 1979)

Estamos en plena campaña electoral y, lejos de celebrar la inminencia de una presidenta por primera vez en nuestra historia democrática, las redes sociales están plagadas de diatribas y descalificaciones. 

En otros países latinoamericanos que, huelga decir, sufrieron la calamidad de una o más dictaduras, el máximo cargo ejecutivo ya ha sido ocupado por mujeres con mayor o menor éxito. Me refiero a Michelle Bachelet, Dilma Rousseff y, en Argentina, a las dudosamente célebres, Isabelita Perón y Cristina Kirchner. 

Pero aquí, como entre nuestros vecinos del norte y el sur, el machismo prevalece. La misma misoginia que se observa en frases tan decadentes como calificar a Claudia Scheinbaum de “títere de AMLO” o a Xóchitl Gálvez como “la menos mala”. 

Bajo tal miopía, es difícil postular una sociedad que respete la igualdad de géneros, y eso sin recordar los constantes feminicidios que caracterizan nuestra patria lacerada y penetrada por el crimen. 

Sabremos respetar las decisiones y decretos que surjan de una voz femenina? Acaso nuestra ancestral ambivalencia edípica nos hará culpar indistintamente a Xóchitl o a Claudia de los males heredados? 

Es notorio como, en un país polarizado y habituado a la injusticia, se venera como pocos a una virgen morena y se paralizan las calles y ciudades el diez de Mayo. Pero al mismo tiempo se abusa, se descalifica y se discrimina a las mujeres en todos los ámbitos, además de evidenciar la violencia intrafamiliar (que nunca es recíproca) y la lascivia que nos infectan a diario. 

Pareciera que el inconsciente colectivo de nuestra cultura híbrida, la única mujer aceptable es la impoluta, la virgen eterna, la que no nos traiciona con el otro y se mantiene incondicional y nutricia. Pensemos en la Malintzin, históricamente vituperada por intimar con el conquistador, pese a que de aquel maridaje surge nuestra identidad como pueblo. Lo que me lleva a considerar que más allá de las tragedias periódicas, subsistimos en el inalcanzable horizonte de la Historia y es hora ya de remontar las ambigüedades para construir un país que repare sus fracturas. 

Los cambios que hemos atestiguado en las últimas décadas, obedecen con mucho a la reivindicación que las mujeres en todos los estratos sociales han alcanzado, con destreza e inteligencia superiores a sus congéneres masculinos y a veces, porqué no, con una dosis de violencia y hartazgo que habría que entender antes que reprobar a priori. 

Vivir en una sociedad donde nuestras hijas se ven obligadas a morar en casas amuralladas, ocultarse de noche o salir pertrechadas por amigos o padres para no sufrir vejaciones es lamentable. Y no se diga en Ciudad Juárez, Ecatepec o Chilpancingo, donde son violadas y asesinadas sin miramientos. 

El gobierno saliente prometió muchos imposibles, tales como acabar con la violencia de género, redistribuir la riqueza, elevar la calidad asistencial al nivel de Escandinavia, liquidar la corrupción y someter al crimen organizado. Al margen de sus desatinos y medidas populistas, esa parálisis, esa impotencia, nos deja nuevamente huérfanos. Volvemos ante el próximo dos de junio con esa abyecta sensación de que ningún partido y ningún tlatoani pueden con tales lacras recurrentes que han vertebrado la historia contemporánea de México. Tan lejos de dios y tan avasallado desde dentro y hacia afuera. 

Por supuesto, la falta de una o más organizaciones civiles que aglutinen los verdaderos anhelos democráticos de la mayoría (sin acarreos o manipulaciones) nos mantienen atónitos, esperando – una vez más, otro sexenio – que venga un redentor o redentora que todo lo solucione y a todos complazca. Esa fantasía ha sido la piedra angular de la pasividad con que acometemos como ciudadanos cada proceso electoral. Sin exigir, anhelando como vástagos hambrientos que ahora sí nos rescaten del abismo financiero y la descomposición social. Infantes al fin, atrofiados políticamente y dispuestos a chillar de disgusto antes que hacer valer nuestros derechos.

Estoy convencido de que mientras no procuremos organismos que cuestionen, acrediten y censuren a la cúpula política, seguiremos viendo cómo se suceden los colores (tricolor, azul, amarillo o moreno) con los mismos atavismos y corruptelas. Y naturalmente, seguiremos sufriendo la decepción sexenal y la esperanza candorosa que nos entorpecen y degradan como seres pensantes. 

A dos meses exactos de acudir a las urnas, la percepción cotidiana es de poca esperanza. Por un lado, ante las encuestas y el acarreo popular, se ve poco factible un cambio de ideología. Por el otro, la candidata oficialista no ha mostrado un espíritu independiente de su mentor como para atribuirle credibilidad y legitimidad frente a una sociedad dividida y anhelante. No hay contrapeso ciudadano, más aún, porque todos aquellos movimientos frustrados a lo largo del sexenio que prometían inclusión y autonomía política se han esfumado, presa de contradicciones internas o insuficiencia logística. Nos queda confiar en que las aguas se dilaten y no nos alcance la ira divina.

Sin duda es un avance – para nada incidental – que sean dos candidatas quienes lideren las encuestas, pero no hay garantías de que las dejen trabajar en libertad hasta no verlas ceñir la banda tricolor y rodearse de gente pensante y libre de vicios. En eso confío más en Claudia Sheinbaum, dado que sus deudas son más transparentes y no tendrá salvo un partido que favorecer. Quisiera pensar lo mismo de Xóchitl Gálvez, quien ha demostrado perseverancia y valentía en un proceso abiertamente desigual. Con ello quiero plasmar mi respeto por el trabajo y el compromiso político de ambas en un país donde ser mujer es de suyo una flagrante desventaja.

Tuve la fortuna de crecer en un hogar laico donde se nutrían por igual los derroteros autóctonos, las ideas cardenistas y las venas abiertas del exilio español. Las mujeres siempre tuvieron un lugar privilegiado que respondía a su inteligencia y libertad de pensamiento. Con esa claridad he crecido, me he casado y divorciado, tanto como he educado y alentado a mis hijos e hijas.

Veo a mis pacientes con una ética inflexible donde el respeto a su integridad sexual es preeminente por encima de cualquier ideología o condición social. Y estoy consciente a la vez que debo a mis padres, mis maestros y mis enfermos (de ambos sexos) la calidad que obtienen de mi trato.

Quisiera con toda sinceridad que este dos de junio se transforme en un día insólito y venturoso para mi México. Que seamos capaces de recibir con los brazos abiertos a la candidata triunfante y le allanemos el camino para que sus principios y valores siembren la comunión y la templanza. No pidamos imposibles; nuestro territorio está sembrado de ortigas y ponzoña por generaciones: una sola mujer, por más valiente y bien intencionada, no puede revertir los males que nos contaminan y laceran nuestros pueblos y ciudades.

Confiemos con sentido crítico, exijamos alternancia y representatividad, y reconozcamos que, distantes de los designios del Olimpo, la vida cotidiana es sólo deseo y decepción.

Los anillos de Saturno

Los anillos de Saturno

Esa ojeada traviesa, inédita, fue su presentación. Reíamos en torno a una mesa, quizá unos veinte invitados, deglutiendo uvas para alcanzar las campanadas del nuevo año. Yo dejé caer las tres últimas con torpeza y, al levantar la cara por encima del borde, me encontré con su mirada oblicua, de modo que el tiempo quedó en suspenso. 

Nos habían sugerido cierta formalidad (al fin y al cabo era una reunión de trabajo) y ella vestía un traje sastre con una blusa de seda que dibujaba sus senos. Debo haber quedado boquiabierto y sonrojado ante sus ojos inquietos porque lanzó una carcajada mientras devoraba el resto de la fruta. 

En medio de los abrazos de nuestros colegas, me acerqué entre titubeos y le expresé que me cautivaba su sonrisa (no se me ocurrió otra cosa; estaba flotando entre nubes). Ella se presentó con mesura y me advirtió que no estaba sola. Como si no la hubiese oído y escudriñando en mi derredor, le ofrecí salir al aire frío para compartir una copa de champaña. Para mi sorpresa, accedió sin miramientos y brindamos a la luz de una noche oscura en la ciudad más improbable del mundo. La besé en la mejilla y prometí buscarla, por mar y tierra – así lo dije, embelesado – hasta que fuese mía. 

De nuevo, ella rió con sorna mientras se alejaba, dejando tras de sí su perfume y una perceptible sensación de apremio. 

No pude dormir esa noche pensando en qué malabares haría para conquistarla. Era psicóloga, responsable del reclutamiento de personal en otra empresa, así que urdí la treta para acudir a solicitar su ayuda psicoterapéutica; lo que entonces me pareció un pretexto lerdo pero justificado. 

Cuando entré a su cubículo, me quedé sin palabras. Estaba sentada en un sillón mullido, las piernas cruzadas bajo una falda plisada (de esas que fueron moda en mi juventud) y se había recogido el cabello atrás con una cola. Recuerdo que venía preparado con un monólogo acerca de mi soledad y las dificultades para encontrar pareja, pero su saludo exquisito me desarmó. 

​•​Pensé que serías de los que merodean a su presa. ¿Lobo o cordero? 

​•​Ni uno ni otro – respondí. – Quiero estar en tu vida, antes que en tu diván. 

​•​Pues tendrás que hacer un mejor esfuerzo – me dijo, burlona. – Ahora vete, que tengo pacientes que no me quitan el tiempo.

Creo que le guiñé un ojo, estupefacto como estaba, pero su amplia sonrisa me devolvió el aplomo, así que antes de salir le dije: -Mira, no sé qué elixir vertiste en mi copa la otra noche, pero estoy aquí por necesidad; no por embriaguez. 

Otra vez su risa dorada: – ¿A eso llamas una invitación? 

Me repuse de inmediato: – Ven a cenar conmigo; esta noche, mañana, todos los días. 

​•​Eres un huracán, Fred (primera vez que usó mi nombre con familiaridad). Déjame organizar mis horarios y, de verdad, mi paciente está por llegar. 

Nuestra primera cita fue en un restaurante italiano que supuse que brindaría algo de intimidad sin resultar pedestre. Estábamos tan ansiosos por saber uno del otro, que olvidamos ordenar la comida. La mesera acudió por tercera vez para rellenar nuestras copas e insinuar que cerrarían el local en breve. Traía consigo una burrata para otros comensales y le pedí con desinterés que nos sirviera lo mismo. La mitad del platillo quedó intacto mientras afianzábamos el encuentro e hilábamos recuerdos como advertencias. 

Cuando por fin nos corrieron del restaurante, le ayudé a ponerse su abrigo y le pedí un beso, con cierto candor, tal vez arrogante o envalentonado, que sé yo. Me miró como quien descubre a un niño a punto de hacer una rabieta y me acercó la cara con la boca entreabierta. Como es más bajita, me incliné ceremoniosamente y la tomé de la cintura. No recuerdo cuanto duró ese roce épico de nuestros labios, pero lo saboreé por horas después de verla partir. 

Desde entonces la he llamado no menos de cinco veces por día, filtrando mi impertinencia entre sus sesiones o sus horas quietas. El dichoso elixir parece haberme quitado el sentido común y a cambio me ha devuelto un arrebato que creía olvidado.

Hace una semana le regalé el libro icónico de W.G. Sebald que relata su travesía por la costa de Inglaterra, entre remembranzas y apuntes históricos. Cuando lo leí hace casi tres lustros, me cautivó el título y me prometí algún día compartirlo con mi compañera de viaje. Habiendo cumplido el conjuro, les ofrezco aquí una imagen de ese sugerente texto para empezar un año venturoso: 

El narrador se embarca en un periplo por Suffolk en la costa de East Anglia. Escribe a partir de su alta de un hospital psiquiátrico donde cayó con una profunda depresión y, en cierto modo, éste es un viaje para recuperar el horizonte perdido. Su interés ancla en la figura de Thomas Browne, un médico y escritor del siglo XVII quien esbozó la teoría de que el conocimiento verdadero es inaccesible a los seres humanos porque nunca podremos alcanzar la esencia de los fenómenos naturales. 

El paisaje en su derredor ha cambiado desde su tierna memoria tras la Primera Guerra Mundial. Los pueblos a su paso se ven vacíos, desprovistos del bullicio que él recordaba. Su primera parada en tren es en Somerleyton Hall, una elegante propiedad que ahora está derruida. El jardinero a cargo le relata que dos aeroplanos estadounidenses cayeron en el estanque cercano durante la batalla aérea contra la Luftwaffe. El declive de las residencias mientras prosigue su camino es notorio y resiente cómo la vida y las actividades sociales de otrora parecen suspendidas en el tiempo. Será que la gente, estos habitantes anónimos, entienden de verdad la devastación física y moral que acarrea la guerra? 

En Southwold, más adelante, se adentra en el archivo fotográfico de la Gran Guerra que le reitera la erosión del paisaje y la melancolía que aquellos conflictos sucesivos han dejado en la costa británica, empezando por la invasión holandesa de 1672 (la llamada ”Derde Engelse Zeeoorlog”). Ahí atestigua un documental sobre Roger Casement (1864–1916), que fue colgado por traición durante la rebelión irlandesa de Pascua en 1916. (Inevitablemente, yo evoco aquí el insigne poema de William Butler Yeats que pueden leer al final de este escrito). 

En su momento, durante la expoliación del Congo belga, Casement trabó amistad con Joseph Conrad, autor de “Heart of Darkness” (1899), quien también fue retratado con lucidez por Mario Vargas Llosa en su novela “El sueño del celta” (2010). Mediante tal recuento, nuestro narrador alude a su viaje a Bélgica para visitar el monumento a la Batalla de Waterloo y, como sentenciara el mismo Browne, se percata de que es imposible entender a fondo un suceso histórico sin haberlo vivido en carne propia.

La perspectiva del puente de Dunwich lo hace pensar en el tren oriental que alguna vez lo cruzara. Construido por el emperador de China, divaga acerca del auge y caída de aquel imperio distante y las manipulaciones de la Emperatriz Tz’u-hsi, de su supuesto envenenamiento y el golpe militar que la destronó. 

Prosiguiendo con su viaje, el narrador encuentra a un artesano que lleva veinte años construyendo un modelo del templo de Jerusalén. Visita las iglesias cercanas en un intento de comprender la naturaleza mística de los habitantes que ha conocido y, por fin, al concluir esta peculiar travesía, evoca la industria de la seda que ennobleció al imperio milenario del Lejano Oriente. Los gusanos de seda fueron sustraídos de su hábitat para convertirlos en recursos utilitarios que impactaron comunidades muy diversas, sobre todo mediante distinciones de clase y poder. Es así como la historia refleja la veleidad y las diferencias sociales, el insondable carácter de cada cultura, nos reitera el autor.

Hasta aquí el resumen de ese magnífico libro, que mucho les recomiendo.

Esta mañana Veronika duerme mientras escribo; parece como si se meciera en sueños bajo el murmullo del oleaje en la playa vecina y yo, absorto, la miro de vez en vez, atento a mis movimientos para no despertarla. Me gusta contemplarla así: el cabello revuelto, el rostro de niña, imperturbable, ajena a las horas y al gorjeo de las aves diurnas. En tanto, los anillos de Saturno gravitan en nuestro entorno, iluminando cada pasión, cada dejo de ternura que acaso develamos sin conocerlos a fondo. 

https://www.poetryfoundation.org/articles/70114/william-butler-yeats-easter-1916

Otra oleada

Otra oleada

When I cannot see words curling like rings of smoke round me I am in darknessI am nothing. (Virginia Woolf, The Waves)

El teléfono repicó varias veces desgarrando el silencio del departamento. Atrás quedaron los desvelos y los sinsabores de las últimas semanas, de suerte que Michel camina sereno hacia el hospital. La calle apenas se puebla de vendedores advenedizos que colocan con desgano las varillas y estantes para vender sus frituras. 

​•​Comida chatarra – piensa. – ¡Que metafórico! 

A su paso, los primeros transeúntes se forman para esperar el autobús. Caras largas, tapabocas mal colocados y la misma indiferencia. 

​•​El frío y la humedad – se dice al observarlos; – condiciones ideales para este bicho que no da tregua. 

Nadie parece advertir su presencia, como un fantasma en medio del anonimato. A la distancia, ruido incesante de motocicletas y los frenos agudos de un camión de basura, con su carga desbordada de hombres y costales. 

Al acceder al nosocomio, le sorprende la actitud pasiva del guardia que se dedica a tomar la temperatura de quienes llegan a visitar de lejos a sus enfermos. Todo resulta tan fútil. Las medidas de seguridad se antojan insuficientes para frenar esta andanada de contagios. De nueva cuenta caen los infectados como fichas de dominó, duplicándose las cifras a un paso vertiginoso. Basta una tos a las espaldas para que los que están cerca salten aterrorizados. La paranoia ha vuelto a inundar todos lo confines. 

El ascensor semeja un sepulcro, nadie se saluda por miedo a emitir o recibir partículas virales. Una mujer añosa es la única que profiere los buenos días por lo bajo, sin mirar a nadie. Los botones son presionados con teléfonos o codos como si estuvieran impregnados de ántrax. 

​•​Dos años y la gente no ha entendido – piensa, aunque se pregunta al tiempo si esta actitud obsesiva servirá de algo. 

La sala de Terapia Intensiva sigue envuelta en el ajetreo habitual, sólo interrumpido por los monitores y las órdenes perentorias. No hay sonrisas ni tempo para ello. 

Enfermeras van y vienen, ataviadas con sus escafandras y trajes azules. Se distinguen por un letrero en el pecho: Samia, Valérie, Lizette, Cédric, Dolores…Han olvidado sus facciones por debajo de los ojos fatigados y expectantes. 

Al recorrer los cubículos, como peceras tecnológicas donde yacen los enfermos, se detiene abruptamente. Un paciente con los puños crispados, enchufado a un ventilador que le suple la vida, le resulta familiar. Puede sentir su angustia, su feroz declive hacia la muerte.

La semejanza consigo es pasmosa, excepto por la barba rala que cubre su rostro contrito. Justo en ese momento, irrumpen dos enfermeras y el médico de guardia. La saturación de oxígeno ha caído de nuevo y las aminas no remontan su presión sistémica. Un lenguaje arcano que solamente disciernen los doctores; como él – ahora que lo escucha -, cuando estaba en funciones.

​•​¿Acaso es que ese miserable soy yo mismo? – se pregunta. 

La respuesta no tarda en producirse, cuando su colega Catherine – con quien tuvo un breve affaire hace dos años – solloza a mares mientras trata de reanimarlo. Los demás observan de brazos caídos, conscientes de que todo está perdido. Obstinada, una línea isoeléctrica, pese a las descargas sucesivas del desfibrilador, traduce la inutilidad de los esfuerzos de resucitación.

Justo en el momento en que se da por vencido el equipo, aparecen en su derredor numerosas almas en pena. El albañil diabético que acudió con los pulmones roídos, en un espasmo súbito del que cayó fulminado antes de que pudieran intubarlo. La enfermera Natalie – compañera de batalla- que contrajo la infección pese a estar vacunada y, al ser portadora de una leucemia todavía incipiente, murió un mes después sin recobrar la conciencia. El predicador que denunció las vacunas como una herramienta del diablo y a quien el COVID-19 atravesó de lado a lado como un relámpago. Los esposos que fallecieron en cubículos contiguos, ajenos al predicamento de sus siete hijos que los esperaban ansiosos fuera de la clínica, noche tras noche durante trece jornadas. 

​•​¡Doctor! – le dice una mujer envuelta en una sábana ensangrentada y con el gesto compungido. 

​•​¡Ah! ¿Qué puede usted verme? – replica Michel, abrumado de tantas sorpresas. 

​•​Por supuesto. Usted intentó salvarme…vea, mire los orificios del catéter subclavio y las numerosas heridas para tomar mis gases arteriales. No tengo incisivos (muestra la boca desdentada) debido a la intubación precipitada que usted hizo.

Michel no atina sino a callar y avergonzarse por tanta iatrogenia. 

​•​La verdad es que…

​•​Lo entiendo, no se preocupe – prosigue la muerta. – Está claro que ustedes hacen lo que pueden en condiciones de miseria. Pero, ¿porqué no pertrecharse de nuevo si anticipaban otra oleada, otro invierno de pandemia?  

​•​Tal vez la ingenuidad y una especie de abulia nos condujo hasta este punto – se atreve a sugerir. 

Tal versión de su negligencia parece molestar a su interlocutora, que desaparece del plano etéreo donde dialogan. 

Solo ante la muerte – la propia y todas aquellas que pesan sobre sus hombros – cabila en torno a aquellos años donde la formación lo endureció y le permitió bregar en aguas cada vez más profundas. 

El Instituto fue su crisol, donde los conocimientos recogidos en fragmentos durante los semestres universitarios se decantaron y adquirieron forma y sentido. Por aquellos tiempos, la práctica de la Medicina era contundente, podria decirse que incluso cruel: amputaciones a destajo, sondas de Blakemore atadas con poleas, catéteres de Tenckoff, la anestesia y la indolencia estrictamente necesarias.

Allí, cuatro décadas atrás conoció otra epidemia, marcada por prejuicios, desconocimiento y una profunda intolerancia social hacia las diferencias. Deambulando entre los caídos y los moribundos – que le guiñan un ojo en anticipación – recuerda el diálogo con su primer paciente invadido por lo que entonces se llamó “la linfadenopatía del homosexual”. 

Era un hombre de unos 60 años, otrora chef en hoteles de lujo, que había perdido su escasa fortuna en viajes y dispendios para sus amantes. Ligero de equipaje, nunca dejó de sonreír por encima de su piocha encanecida con sobrado desparpajo. 

Se mezcló entrañablemente con los otros enfermos de las salas contiguas, al grado de organizar partidas de dominó y barajas todas las tardes desafiando el orden que las enfermeras trataban de imponer. Obreros, desempleados, campesinos y hombretones venidos a menos aprendieron a respetarlo y agradecerle su jovialidad. 

​•​Hola, doctorcito, ¿ya viene a tomarme sangre de nuevo? 

​•​Sí, Jacques, tiene usted tres gérmenes distintos que lo están consumiendo. Debería ser más prudente y seguir mis indicaciones. 

​•​Con todo respeto (notorio sarcasmo), yo le doblo la edad, pero aquí soy su paciente; ni hablar. 

Ese tenor de intercambios se repetía jornada tras jornada, sin que el paciente mostrara una mejoría halagüeña. Lo más que se consiguió fue atenuar la fiebre y la tos.

Al cabo de dos semanas (las hospitalizaciones en aquellos ayeres solían ser acomodaticias), le ofreció egresarlo con el “beneficio de la mejoría”, que equivale a no ofrecer garantía alguna. 

Monsieur Jacques se enfundó su traje a rayas, se peinó y enchinó las pestañas, y así, rodeado de abrazos efusivos, se despidió del galeno. 

​•​Te debo más que la vida, Michel. Me has restituido la confianza en la humanidad. Ven por mi taller algún día de estos, para regalarte algo para tu esposa. À toute à l’heure! 

El joven doctor optó por extender la mano con cordialidad y desearle suerte, a sabiendas de que todo esfuerzo adicional habría resultado inútil. 

Un mes después, acudió al taller en el corazón del Barrio Latino; la puerta entreabierta y un olor distintivo a madera y diluyentes lo esperaban. Jacques lo recibió sentado, con el rostro visiblemente demacrado y con marcas de Kaposi en ambas sienes. 

​•​Viniste, doctorcito! Pensé que lo habías tomado a la ligera. 

​•​Lamento verte así, Jacques – devolvió él, titubeante. 

​•​No pasa nada, mi amigo. La vida es una peculiar travesía entre el amor y la muerte. 

​•​Mmmm – susurró Michel. 

​•​Cómo te prometí, tengo este collar para tu mujer. Está embarazada, ¿verdad? 

​•​Sí, nuestro segundo hijo nace en Julio próximo. 

​•​Pues cántale la Marsellesa, para que sepa de mi, ¿de acuerdo? 

Ese fue su último encuentro, por demás venturoso y reparador. Con el sabor de muerte recién adquirido en la boca, Michel otea a ambos lados de su volátil perspectiva y reconoce que, más allá de las epidemias y la fragilidad humana, queda la amistad, ese recuerdo grato, entrañable de los otros. 

Indignación

Indignación

Me distraigo del quehacer literario para compartirles una reflexión en torno al ejercicio de la Medicina en nuestro polarizado país. 

Desde luego, no se trata de un fenómeno ubicuo, pero es inquietante constatar que se ejercen acciones clínicas con poco juicio o empleando recursos anacrónicos y de dudosa eficacia. 

Citaré tres ejemplos, entre otros muchos que llegan a mi práctica cotidiana. 

Aurora, una paciente joven que atraviesa por un periodo de incertidumbre en su vida profesional, acudió a una cita obligada en una clínica de la seguridad social a fin de obtener medicamentos e incapacidad necesarios para acreditarlo en su trabajo. El trámite es habitual y reviste el engorroso laberinto de la burocracia institucional que tanto ha lacerado a quienes menos tienen por décadas. La escena no me sorprende, porque no es la última ni la más reciente. La doctora en turno recibe a mi paciente con un dejo de desprecio ostensible no bien se sienta ante ella. Las preguntas son airadas y secas, carentes de empatía alguna para quien sufre un padecimiento crónico. 

• Y qué, ¿porqué quieres más incapacidad? (no hay deferencia o respeto alguno, la tutea de inmediato para imponer su “autoridad”). 

• Es que no me he sentido bien, me duele el cuerpo y me cuesta trabajo hacer mis labores – responde la enferma, intimidada.

• Pues yo te veo bien, se me hace que finges. ¿A poco no?

• No, doctora, créame – las lágrimas ruedan por las mejillas, presa de impotencia. 

• Siempre el mismo cuento. Y aquí no me vengas a llorar, porque te vas sin el permiso, eh? 

En ningún momento un gesto de cordialidad, un mínimo interés en el diagnóstico y sus vericuetos, una palabra de aliento. Nada. 

Cuando Aurora me lo relató, pensé en la misoginia que he atestiguado a lo largo de mi experiencia en algunas colegas. ¿Qué las mueve a despreciar a las enfermas de su mismo género? Verán en ellas un reflejo de la vulnerabilidad que han tenido que superar a golpes en un mundo sobradamente machista? Será acaso una contratransferencia vindicativa? 

No pretendo generalizar, pero me parece que hace falta mucho análisis y reflexión en la formación de posgrado para crear médicos (tanto mujeres como hombres) que entiendan el sufrimiento del prójimo como un proceso que requiere empatía, observación, conocimiento al día y, ante todo, respeto. De otra manera, cualquier intervención está destinada a lastimar antes que mitigar el dolor, sea éste físico o anímico. 

El siguiente caso es el de un adolescente tardío quien viene acompañado de sus padres, visiblemente compungidos. Se mudaron hace unos meses a Tucson, Arizona buscando mejores praderas. El chico sufre de dolores crónicos que, de manera incidental, parecen haberse agudizado con el exilio. Es un chico taciturno, que mira a su alrededor con timidez y, si bien asoma vello denso en la cara, se comporta con un niño acomplejado. Como si hubiese acudido a la fuerza, algo fácil de constatar dada la multitud de sobres de estudios previos que carga su padre. La distribución de mis sillas hace que Benjamín quede frente a mi, la madre parcialmente oculta por la pantalla de mi computadora y el padre al fondo, expectante. 

Me relatan al alimón la odisea que ha seguido este joven en ambos países. Exámenes de sangre cada dos semanas, estudios de gabinete al por mayor (desde encefalogramas, electromiografías hasta resonancias de cerebro y esqueleto axial) seguidos de todo género de medicamentos analgésicos, relajantes y antineuríticos. 

Para colmo, los padres lo llevaron con dos neurólogos en Alburquerque y Phoenix que los trataron con displicencia propia de esa Medicina que sospecha de todo y que además los increparon por no haber consultado a un psiquiatra para su hijo “hipocondríaco”.

De nuevo en México, la familia continuó su tragedia hasta que, saturado de efectos farmacológicos y fracasos terapéuticos, tocaron a mi puerta con el muchacho a cuestas. 

Lo primero que llamó mi atención fue la falta de resonancia afectiva que advertí en este paciente. Estará cansado de tantas consultas infructuosas? Será un rasgo de carácter? – me pregunté en silencio. 

Se sorprendió cuando lo interrogué directamente, obviando el relato iterativo de sus padres. Con respuestas entrecortadas y volteando de forma constante hacia su madre, me contó una historia trágica de quien ha sufrido las vejaciones y el desdén de incontables médicos. Su voz se tornó en sollozo cuando le expresé que entendía su sufrimiento y lamentaba la falta de consideración que mis colegas habían mostrado hacia sus síntomas. Sugerí que no necesitaba más estudios por el momento y que, tras ofrecer un par de fármacos neutrales, me gustaría conocerlo mejor como paciente y verlo de nuevo en una semana, de preferencia solo, para explorar otras vertientes.

Esa primera consulta bastó para abrir una brecha de confianza, no pretendo más. La histeria o los trastornos psicosomáticos son tan dignos de una investigación congruente y detallada como la hiperglucemia o la insuficiencia renal. Si queremos cumplir con nuestro compromiso terapéutico, el silencio y la escucha respetuosa son el mejor aliado para no actuar precipitadamente y sin tino alguno.

El tercer ejemplo es el de una paciente, Chantal, que padece artritis reumatoide de inicio reciente. Visita, por recomendación de una amiga, a una colega de mediana edad quien confirma el diagnóstico y, sin indagar sus motivaciones inconscientes o su historia emocional, le receta fármacos inútiles y antiguos (pasando por alto la utilidad de la Terapia Biológica). No sólo eso, sino que le insiste en que no podrá tener hijos debido a su enfermedad. Chantal sale devastada de tal consulta pero entiende, porque su hermana mayor también sufre de artritis, que debe adherirse al tratamiento y aceptar con profundo dolor el dictamen de su infertilidad. 

¿Con qué derecho un galeno se atreve a formular decisiones que afectan el destino de sus pacientes sin conocerlos? Sin calcular con elemental juicio de realidad las implicaciones que tienen sus palabras y sus dictados. 

Quizá ustedes – como yo – habrán recalado en su falta de actualización por prescribir medicamentos que han sido superados en efectividad y valor científico, pero me parece que lo más grave es asegurar una fatalidad que marca a un ser humano desvalido y anhelante, que le resta poder sobre su propia vida y que la obliga a resignarse como si no hubiese futuro ni restitución. 

Estas tres viñetas nos exigen como pacientes, a la vez que nos exponen como gremio médico. Un individuo que ejerce la Medicina en el siglo XXI está obligado a actualizarse, a mantener al día los avances de su especialidad, a evaluar con juicio crítico las investigaciones pertinentes a su práctica y a saberse apoyar por colegas con más experiencia e incluso más jóvenes que tengan información más confiable en todo momento. 

La Medicina combina, como pocas τέχνης del esfuerzo humano, la ciencia y el arte. Como tal, debe amalgamar el conocimiento científico acumulado, probado y actual, junto con el afecto, el respeto y la reflexión más profunda acerca de los avatares del alma. Lo demás, es engreimiento e ignorancia, los peores pecados de quienes juramos “primero no hacer daño”.

Oda a la languidez

Oda a la languidez

La playa está desierta y desde el horizonte amenaza un vendaval. Varios pescadores la observan con recelo mientras atan sus lanchas en el vaivén del oleaje; Leonora pasa de largo sin advertirlo, ensimismada con sus propios demonios. Atrás quedaron los días de lucha, pero todavía retumba el fragor de alguna batalla en sus sienes. Se palpa el vientre hinchado y calcula las semanas que restan por parir, sopesando el embrión que lleva dentro y la tensión entre sus glúteos. No ha sido feliz, por más que intente convencerse; tan sólo preñada de deseo y de incertidumbre. 

Su esposo hace lo que puede para alimentarlos a ella y a su primogénito en ese puerto anodino, donde siempre será una extraña. Leonora contribuye dando clases, vendiendo repostería, ofreciéndose en la clínica como auxiliar o secretaria; pero su existencia es frugal y Eduardo parece acomodarse a ese ambiente de privaciones.

Es alta y esbelta, de piernas largas y senos pequeños a pesar del embarazo. Camina con firmeza, hundiendo los pies en la arena húmeda como si quisiera sepultar su rabia con cada zancada. Cuando aceptó ser la mujer de ese joven constructor todo eran albricias; ahora se debate entre el arrepentimiento y la venganza. 

Su nutrida melena parda se revuelve con el viento vespertino y decide, harta de su conmiseración, entrar a un café y sentarse frente a la ventana. Un par de comensales la saludan por lo bajo, suspicaces de una mujer sin compañía en estos arrabales. 

Ante la taza humeante, se permite llorar por primera vez en varios meses; los abandonos precoces son como una herida que nunca cierra, se repite. Ya no buscará más a su padre, ese hombre robusto y evasivo que no la supo cuidar, mucho menos retenerla o hacerla parte de su vida. Se enjuga las lágrimas y vuelve a endurecerse, reajustando su determinación y lo que resta del día. Eduardo estará llegando a casa y la abuela habrá dormido al niño, pero ella intuye que su destino yace en otra parte y pondera las opciones.

La tarde de ensombrece y los silencios campean. Ahí sola frente a sus rumores de tiempo, Leonora decide abandonarlo; no logrará jamás sacarlo de aquel marasmo. Paga la cuenta y sale de cara a la ventisca para confrontar a su amante. Una llovizna tenue empaña la acera, los muros salitrosos, su frente y la noche. 

Él es un hombre mayor, de escaso cabello y mejillas flácidas, que mira desapercibidamente el ocaso desde esa veranda con polilla de años. El habano entre sus dedos está por acabarse y su aroma inunda la calle cuando arriba Leonora, solícita y a hurtadillas. Carlos se incorpora, la besa largamente y le pide que se quede, que no sabe más estar sin ella. Su erección incipiente la retiene, pese a que el hombre sólo conoce el presente y le ha vetado las promesas. 

Ebrios de amor, arrojan la ropa en torno a la cama y dejan que el sudor se mezcle con la oscuridad y el arrebato. Ella se monta a horcajadas para saborear el orgasmo, mientras Carlos la mira, a su ritmo, para grabarse esa imagen de placer que instaura un territorio. Cuenta sus lunares, dibuja sus pestañas y es, por un momento, el escultor recurrente de sus labios y sus senos. 

En la penumbra que ahora percibe acaso más ajena, saciada y contrita, Leonora se sumerge en una inquietud que la abrasa. Lo fustiga para que se comprometa y la lleve lejos, donde el mar no erosione esta pasión tan dispareja. Él la observa y se pregunta si todo es un señuelo, una sórdida oportunidad para eludir la muerte. El cáncer roe sus pulmones y no se atreve a admitir otra derrota; la última, definitiva.

Bañada en lágrimas, ella le propina una bofetada, esperando que se irrite, que reaccione. Pero su amante, quien alguna vez apeló a la ternura con cierta lucidez, se encoge de hombros y la deja ir, rasgando la penumbra con su furia. 

Una cortina de sal arremete cuando abre la ventana y ahoga el grito que la traería de vuelta. Carlos se advierte impotente en su agonía, observando cómo se aleja, imperturbable, y él mismo se confunde – ahora sí – con esos marineros que esperan, con afanosa paciencia, a que pase la tormenta. Más acá del mar embravecido, anónima entre los transeúntes que corren a guarecerse del ciclón, Leonora se recompone y marcha a rescatar a sus hijos. Ningún hombre vale la pena ni merece su despojo. Mientras camina, resuelta e impávida ante el miedo que pulula en su derredor, puede sentir ese calor efímero entre las piernas, una gravidez que la hace más fuerte, más mujer a cada paso.

Es Día de muertos y las calles del mísero puerto se visten de Zempasúchil. Camina absorta en sus inquietudes, ajena a las miradas y al susurro del viento. Abordará el primer tren hacia la capital, con su atado de ropa y dos manojos de dinero que le permitan sacudirse este destino. 

La estación le resulta más sombría que nunca; una mujer sola puede interpretarse como un objeto abandonado entre los migrantes y los oportunistas. Gallarda y en tono desafiante, aborda el transporte eludiendo el contacto forzado con otros cuerpos. Por fortuna, a su lado se sienta una mujer añosa y maloliente que custodia a su hijo en el asiento contiguo. Mejor aún. Así podrá evitar toda conversación nimia durante el trayecto de varias horas. 

El paisaje es agreste, con el verdor en contraste que ha dejado la temporada de huracanes. Aquí y allá los caseríos se suceden; habitantes como fantasmas, perros y caballos macilentos decorando las veredas. Ella nunca se habituó a la pobreza que la rodeaba, quizá eso la alejó definitivamente de Eduardo, de su mundo irreparable. 

Llora en silencio, enjugando las lagrimas contra el cristal para no ser advertida en su melancolía. No tendría nada que explicar, salvo esta soledad que ahora la acompaña. Se toca suavemente el vientre para sentir alivio, su vástago será quien abra el horizonte, se dice entre dientes y, por primera vez en largos años, experimenta una sensación de consuelo, si no de dicha todavía. 

Al llegar a la gran ciudad buscará a Rufina, la matrona de la casa de citas donde habitó con su madre. Fue en su momento una suerte de abuela, generosa y risueña, que le evitaba el contacto con toda esa cuadrilla de hombres que entraban y salían de aquellas habitaciones mal iluminadas donde la desnudez y el tufo de alcohol eran la norma.

Ella era una más de los niños que dormían en el traspatio, a quienes dejó de ver a cuentagotas; unos porqué huyeron de esa vida licenciosa, otros porque prefirieron la calle al desprecio, la lujuria o la violencia, y ella, aterrada, porque recibió una educación precaria en el internado de Nuestra Señora de la Asunción, donde cohabitó como una huérfana más, sin prejuicios ni favoritismos. 

Eso y la generosidad ocasional de Rufina, la salvaron del abismo. Esta noche le ofrecerá su ayuda en retribución, aunque no podrá ocultarle que más bien necesita de un refugio y la confianza para empezar de nuevo. Con esos pensamientos la vence la fatiga, y atenazando los bultos contra su vientre hinchado, se deja arrastrar hasta un sueño ligero, el único admisible para quien sobrevive al borde del deseo.

Lugares comunes

Lugares comunes

El reciente refrendo del populismo en Argentina – e insertos en una variante con sus propios matices – nos obliga a reflexionar en torno a la reinvindicación de los movimientos de masas y la autarquía en países que consideramos cultos y dignos de una herencia democrática. No se diga el decantado de gobiernos con tintes vindicativos como los que hemos visto sucederse en Hispanoamérica. Tal parece que la máxima de “el hombre es el lobo del hombre” requiere de una cohorte de ovejas para entronizarse.

Como tantos otros apóstatas del determinismo, coincido en que los tiranos no son pocos y constituyen una amenaza para todas las sociedades modernas, más aún para los países débiles o aquellos que dependen económicamente de algún imperio.

Donde no concuerdo es en esa pretendida suposición de que el encumbramiento de los dictadorzuelos es un fenómeno contradictorio, como una maldición, algo ajeno a los anhelos democráticos de la mayoría. Me parece en cambio que la tiranía y el populismo son resultado natural del descontento popular, del hartazgo social ante la clase dominante (que se vanagloria en el Olimpo), oportunamente amalgamado por un líder carismático; the right one at the right time. Baste recordar a Elías Canetti con aquella brillante caracterización psicosocial publicada en 1960, “Masse und Macht”.

El ejemplo obvio fue el ascenso de Trump, cuyo apellido significa indistintamente triunfo o pedo. Un billonario estridente, fanfarrón y misógino que se jacta de no respetar a ninguna autoridad más que a sí mismo. Que escoge mujeres como si fuesen objetos de cambio, a quienes denigra o desecha. Que produce su propio show de televisión, cínico y reaccionario; y que se aloja en su torre de marfil en la capital del Imperio moderno, Midtown Manhattan o en los meandros de sus propiedades en Florida, donde el FBI toca la puerta con sobrados titubeos.

Durante su campaña dedicó todos sus recursos y energía a descalificar a sus contrincantes; por ineficientes, por inocuos, acusándolos de lacayos del sistema o de pusilánimes ante las amenazas – en su mayoría ficticias y exageradas – que se yerguen contra su país. El Estado Islámico tanto como los inmigrantes que roban y asesinan, la usurpación de puestos de trabajo tanto como la avaricia de la industria china, los tratados económicos a la par con el terrorismo internacional.

Poco a poco, su discurso aglutinó la inconformidad con la paranoia, y la percepción de que un santuario a prueba de toda inestabilidad no sólo es deseable, sino que es genuinamente posible. En pocas palabras, el ideal se transforma en cumplimiento de deseo. Lo único que se antepone es refrendarlo, votar por él, elegirlo no obstante sus diatribas y disparates. El mesías económico, el que devolverá a sus paisanos la titularidad y el respeto que merecen. Estamos ante su segunda venida?

Hemos escuchado repetidamente que Trump no ganó el voto popular, que fue el sistema anómalo de votos electorales lo que le permitió hacerse con la presidencia. Por el contario, ganó con toda la fuerza y el estrépito que le proveyeron la prensa y la televisión, con el refrendo de sus compromisarios que lo alababan en letreros, símbolos, gorras y camisetas. Make America great again no fue sólo un eslogan, fue la causa y el motivo, la voz que se gritaba y se susurraba, la que se temía pero a la vez se deseaba sin objeciones.

Me parece además que es una trampa necia querer asimilar a este déspota y a sus sucédanos en América Latina con Hitler, Putin, Stalin o Nerón, para fines prácticos. Lo único que tienen en común es la autocracia, pero se entronizaron en circunstancias sociales y épocas muy distintas. Los dos primeros aupados por sus partidos para erigirse en salvadores – del sometimiento o la confusión política -, pero ante todo pertrechados por guardias pretorianas que garantizaron su ascenso. Parecido a Tiberio Claudio Nerón quizá, salvo por las manos sucias de Agripina y la conflagración de Gaio Ofonio Tigellino.

Lo más perturbador, para quienes vivimos a la sombra del Imperio – además de sabernos beneficiados por los gobiernos republicanos como paradoja política – es que Donald Trump va a la cabeza de las primarias de cara a las elecciones del 5 de noviembre de 2024. Mientras escribo esto, constato que tiene 63 delegados frente a 17 de Nikki Haley, otra vocera del conservadurismo más abyecto. Dado que Joe Biden no ha logrado aglutinar la popularidad ni de sus propios acólitos, el panorama pinta sombrío.

Es verdad que hay lugares comunes, pero lo más constante es la necesidad de las masas por verse legitimadas y arrastradas en un clamor unísono. Los convoco a pensar en los rallies republicanos tanto como en las arengas de Nuremberg o las adoraciones públicas de los líderes religiosos. Dentro de la masa, parafraseando a Canetti, las personas no son adversarios o entes distintos, que privatizan su espacio en relación al otro. Se constituyen inconscientemente en aliados – motivados por la música, el color y los símbolos de pertenencia – cuyas emociones se dirigen y descargan contra un enemigo común. Como omnívoros, carnívoros deseantes, los seres humanos queremos devorar, destrozar, comernos al que se nos opone, insiste Canetti. Los dientes son un arquetipo de poder y sus atributos – la mordida, la gesticulación y la mandíbula apretada – son la metáfora actuante del orden y el dominio.

Más que un antídoto para combatir nuestros temores y aislamiento, la masa es una poderosa fuerza ecualizadora y reivindicativa.

El insigne autor alemán, también Premio Nobel, formula cuatro atributos propios de las masas. A saber:

• 1. La masa necesita crecer. Carece de límites naturales y propugna por su expansión y proselitismo.

• 2. Dentro de la masa hay igualdad. Las diferencias individuales se diluyen. De hecho todas las teorías democráticas y de justicia, a que tanto apelamos, derivan de la experiencia masiva y su legitimación.

• 3. La masa venera la densidad. Nunca es suficiente, nada la divide, mientras más espesa se percibe más vigorosa y opulenta.

• 4. La multitud necesita una directriz. Está en movimiento y requiere descargar su potencial en alguna dirección. Si tal vector se dirige en contra de un enemigo virtual o construido, la masa responde como un todo, sin chistar, sin recular.

Podemos suponer que los líderes no necesariamente conocen estas variantes psicodinámicas, pero sus ideólogos las ven, las intuyen y las instrumentan. Piensen en Joseph Goebbels, Georgy Aleksandrov o, para aterrizar en nuestro tiempo, en Steve Bannon, el más cercano asesor de Trump, ahora depuesto y con el rabo entre las piernas.

El temor que despertó en los cinco continentes este inicuo hombre de negocios armado con misiles nucleares; como su contraparte en el Kremlin, repulsivos gobernantes que despiertan atravesado por delirios paranoicos, ratifica la poca fe que nos adjudicamos los ciudadanos como individuos pensantes, acaso capaces de decidir qué nos conviene para ocupar las casas de gobierno.

Es difícil postular en este momento si tales personajes como Javier Milei, Marine Le Pen, Geert Wilders o el mismo Trump se perderán en las aguas revueltas de su propia demencia racista. Me temo que vendrán otros – siempre – que sepan apelar a la rabia inconsciente que yace en todo sujeto cuando no está satisfecho.

Un fantasma recorre el mundo: la ignorancia…y cabalga sobre el corcel de la manipulación mediática. Contrario a lo que dicta nuestra ingenuidad, el populismo no será derrotado por los hechos o el retorno triunfante de la democracia. En cada hombre y mujer está el sueño, el ideal de verse perennemente ahíto. ¿Porqué habríamos de rechazar las gratificaciones y las promesas, cuando nos devuelven a ese estado de goce donde todo nos habría sido dado?

Lo trivial y lo trascendente

Lo trivial y lo trascendente

Es un día cualquiera en esta ciudad sin orden. Mientras desciendo hacia la avenida principal, un autobús con gente colgando de sus puertas, se abalanza contra los autos que le impiden el paso. Alguien saldrá herido – pienso -; para mi sorpresa, las piezas se acomodan y el flujo de tráfico sigue su curso aglomerado.

Hay charcos y basura por doquier, los peatones corren para eludirlos y no empezar la mañana ensopados y maledicientes.

Un guardia mal encarado me cede el paso al tiempo que pasan zumbando dos camionetas, la segunda a escasos metros, custodios del atropello, sin duda. La fila de coches con luces intermitentes estorba el paso, pero asumimos la regla de tomar nuestro lugar en la procesión. No obstante, siempre acude un vivales que salta el acuerdo, a sabiendas de que está violando el derecho de los otros. En un país donde se pondera el revanchismo, ésa es la norma, no la excepción.

Con tales pensamientos, esquivo varios taxis y transeúntes que me salen al paso, sin advertencia, justificados y cegados por la prisa. Afortunadamente, las notas de la Kreisleriana de Schumann no se agolpan tanto en el caparazón que me traslada, y puedo reducir la velocidad para atestiguar cómo el mundo se tropieza en mi entorno.

Del otro lado del camino, los bocinazos preceden a una hilera de coches que sortean un accidente. Los conductores están al pie de sus autos, discutiendo incongruencias y atados a sus móviles, llamando entre gesticulaciones vanas al destino. Tardarán horas en resolver el litigio, ya se sabe. Entretanto, el cúmulo de coches se agolpa y el ruido va in crescendo.

Aquí entro al hospital, como un remanso. El estacionamiento ya está ocupado a medias; colegas tempraneros y familiares que pernoctan, enfermeras o personal que se despereza con el café obligado y el pan dulce.

Me acerco al ascensor y antes de acceder del todo me alcanza una pareja que corre como si éste fuese el último tren a la eternidad. Saludan con aliento entrecortado y suben sólo al primer piso, ansiosos y perseverantes en su descompostura. No deja de asombrarme esta zozobra por llegar al elevador que se escapa. ¿Hemos perdido el sentido del tiempo, la paciencia?

Vivimos en este universo apremiante, donde los celulares tienen que ser respondidos aunque se nos vaya en ello la vida. Chatear al volante, interrumpir las conversaciones, estar y no estar, todo al tiempo, por capricho.

Mi primer paciente llega tarde, enmarcado por el rumor incesante que aturde desde la calle vecina y la construcción interminable en nuestros predios. Saluda inquieto, sin mirarme a los ojos, adoptando una curiosa sumisión. Deja su celular sobre el escritorio y extiende una carpeta con estudios antes de iniciar su relato.

Súbitamente todo sufre una transformación. Los motores se apagan, la puerta se torna infranqueable, mi teléfono se aleja hasta hacerse imperceptible y la pantalla que nos estorba, deja de titilar.

Escucho atentamente, entrecruzo los dedos sobre las piernas, giro la silla para ofrecerme y atiendo, sólo atiendo; desmenuzando cada inflexión de voz, cada expresión sintomática, cada gesto de malestar o de angustia.

No he olvidado que mis maestros me enseñaron el valor de la anamnesis, pero ha sido la experiencia, los fracasos, los errores por omisión y la certidumbre cuando la luz fue mía y pude desplegar sin ambages el arte de la cura, que me instruí en atender. Sondear las palabras, matizar los gestos, pintar el cuadro entero del padecimiento y entretejer la narrativa con mis conocimientos y enseñanzas. Urdir la trama del sujeto, observarlo frente al abismo de su cuerpo herido, tomar su aflicción y hacerla un maderamen coherente, incluso explicable, pieza a pieza, ésta y otra vez, como asistir a un ritual atávico. No interrumpo, apenas traduzco al lenguaje más discreto sus desaciertos, evito adjetivar y me abstengo de cualquier término grandilocuente, que sólo nos distanciaría.

Ser médico esta mañana es zarpar hacia el mar donde todos los miedos y las preguntas cobran vida, donde la ballena blanca embiste pero puede al fin ser derrotada, a expensas de uno mismo, de nuestras veleidades y exigencias. De ser por una vez y para siempre, quien puede mitigar el dolor y esperar sólo esa recompensa.

Cuando juramos primero no hacer daño, en la humildad de nuestra juventud recién condecorada, también aceptamos inconscientemente la convicción de hacer el bien, por encima de nosotros mismos, de recibir el pago justo; eso mismo, otorgar un servicio, lejos de la banalidad y el credo.

Como es obvio, tropezamos con frecuencia, somos falibles y acaso perfectibles, miramos a través de una ventana que se va nublando con los años y así perdemos tino, requisando la confianza y la resolución.

Veo a mis colegas viejos arrastrar los pies por los pasillos. Nos conocemos, aunque esquivemos el saludo. Ellos saben que se acerca el momento en que tendrán que ceder, recluirse y abandonar el barco.

Seguimos en turno. Ahora que las canas nos delatan y la energía cobra su cuota, reconocemos que somos solamente un recurso, efímero si bien necesario, para cobijar el dolor que nos compete.

El prestigio es vanidad, y se disuelve con el paso imperturbable del tiempo. Ser o no ser, aunque parezca panfletario, es el dilema simple de toda existencia.

POST HOC ERGO PROPTER HOC

La falacia a que hace alusión este subtítulo se acomete con inusitada frecuencia en el quehacer médico, especialmente en lo que podríamos denominar “fabricaciones  terapéuticas”.

Lo puntualizo con un ejemplo peculiar. Hace algunos años, acudió a mi consultorio un representante de laboratorio quien promocionaba un compuesto que contiene vitamina B12. Como suele ocurrir, lo recibí con amabilidad y le permití desplegar su perorata.

– Usted sabe, doctor; nuestra tableta está indicada en todo tipo de neuropatías – alardeó, extendiéndome una exigua muestra. – Sobre todo en neuropatía periférica de cualquier etiología.

Aún cordial, le pregunté: – Tiene usted alguna evidencia científica de esta afirmación?

– Desde luego, médico, se la traigo en mi próxima visita.

Con cierta petulancia, admito, pero zanjada por la mejor intención, le espeté: – La única neuropatía que mitiga la vitamina B12 es aquella que resulta de su deficiencia, propia de la anemia perniciosa. Pero si usted me puede proporcionar evidencia por escrito de que sus efectos son extensivos a otras neuropatías, rectificaré con gusto.

– Téngalo por seguro, doctor. Le traigo los artículos o al menos las referencias bibliográficas cuanto antes. Gracias por recibirme.

Esa fue la última vez que lo vi.

La tendencia humana – una forma de candidez alimentada por ignorancia – que hace suponer que una relación de causa-efecto deriva de la conjunción de eventualidades, es más común de lo que se piensa. Es tanto como colegir que si el sol sale cuando el gallo canta, su gorjeo es lo que lo hace aparecer. Es también el modo de operar del pensamiento mágico en los infantes o en los obsesivos. Es decir: “Oprimo una tecla y aparezco un muñeco”. “Piso una raya y sobreviene una catástrofe”.

Si en la vida cotidiana tal embuste tiene consecuencias absurdas, en Medicina puede conducir a intervenciones equívocas y no pocas veces, dañinas para el enfermo.

El ejemplo que les mencioné arriba se puede multiplicar con otros nutrientes, a saber:

A. Los suplementos de vitamina C para prevenir la gripe, la influenza o la infección por SARS-CoV-2, asumiendo que las mucosas se ven fortalecidas por el ácido ascórbico. En este caso, el supuesto deriva de que el escorbuto se manifiesta con frecuencia por denudación o fragilidad de las mucosas, facilitando así las infecciones secundarias. Si la vitamina C resuelve el escorbuto, debe servir para aliviar la inflamación o tumefacción de la nariz y garganta. Como reza nuestro lema: post hoc ergo propter hoc. Lo que ocurre después es su atributo… sin prueba alguna.

B. El uso indiscriminado de vitamina A en la degeneración macular o las retinopatías vasculares. Como se sabe, el retinal – de ahí toma su nombre – se obtiene de algunas carnes y de los beta carotenos (zanahorias, papaya, jitomate, etc.). Este compuesto puede dar lugar a dos metabolitos, el ácido retinoico, crucial en la embriogénesis, y el retinol, la forma hidrolizada, liposoluble, que se utiliza como antioxidante y para fines cosméticos. Si bien el retinal es un cromóforo esencial para la visión, en combinación con las opsinas, porque fija los fotones que componen los haces de luz para convertirlos en señales eléctricas que se reconocen como imágenes, su ingesta no se traduce en mejorar la vista de los ojos dañados. Su deficiencia causa la llamada “ceguera nocturna” que, como es obvio, se corrige con suplementos de vitamina A. Pero una retinopatía diabética, una retinosis pigmentaria o una neuritis óptica jamás mejorarán con una dosis extra de ese nutriente. Aún más, el estudio AREDS,  auspiciado por los Institutos Nacionales de Salud (NIH) en Bethesda, demostró que los beta-carotenos por sí solos no detienen la progresión de la maculopatía degenerativa.

Algo similar puede decirse de los complejos vitamínicos para “subir las defensas” (sic) o de los suplementos de cartílago (y sus derivados) para prevenir la osteoartrosis.

Nuestro enunciado también se aplica en la creencia (nada más alejado del espíritu científico) de que un dato aislado constituye un epítome diagnóstico. Me toca verlo con asiduidad por numerosas referencias de pacientes que, sin tener historia alguna consistente con un padecimiento autoinmune, son presuntamente diagnosticados porque sus “anticuerpos salieron positivos”.

Las enfermedades inmunológicas, de suyo complejas, no pueden diagnosticarse a la ligera. Como en todos los casos, se requiere una historia clínica detallada, que rastree antecedentes familiares, recuento de infecciones, exposición a tóxicos y, más aún, un desglose minucioso de todos los síntomas y signos que ha advertido el paciente a lo largo de su malestar. Sin ello, la brújula se pierde en la niebla de la ineptitud. Sólo después de contar con esta información, y haber puntualizado una revisión por aparatos y sistemas, cabe pensar qué se hará para constatarlo.

Es lamentable que hoy se abuse tanto de estudios e imágenes mal orientados. Si no se sabe lo que se busca, lo más probable es que no se logre interpretar y el titubeo termine en mayor oscurantismo.

El proceso diagnóstico requiere de tres elementos fundamentales: capacidad de inferencia, sentido crítico y conocimientos al día. Los dos primeros los brinda el carácter y la inteligencia, y es difícil subsanarlos por mucho que se estudie.

Con ello, y pese al más altruista talante democrático, no cualquiera puede ser un buen médico. Se necesita además disciplina, un alma inquisitiva (que investigue y se atreva a experimentar), un respeto por los propios límites y una actitud sobria para tomar decisiones que afectan la vida misma de los demás.

Pero un galeno mediocre puede apoyarse en otros, más experimentados, más brillantes, que le iluminen la senda. Lo importante es reconocerse y reconocerlo.

Nadie puede curarlo todo, mucho menos en esta época donde la profusión de conocimientos es inalcanzable. Aceptar esa limitación por principio, no sólo es un gesto de nobleza, sino que evita daño al prójimo y abre la posibilidad de colaborar para el manejo integral de los pacientes, que debiera ser nuestra tarea mínima.

Cuando un médico dice a su interlocutor algo como: “creo que usted tiene tal o cual cosa”, “me parece que va por ahí” o “a lo mejor se trata de esto o aquello” lo que demuestra es una ignorancia supina.

El quehacer médico es un arte, en efecto. Pero carente de un sustento científico es un yerro y una atribución, tan delirante como hacerse de unas alas de cera y partir a conquistar el sol; tan artera como creer que un solo ensalmo es capaz de curar todos los males.